El gobierno del “Frente de todos” transita una experiencia inédita en el país y posiblemente en el mundo. Una ex presidente con el mayor caudal de votos que preside Unidad Ciudadana se reserva el cargo de vicepresidenta y postula como presidente a un ex ministro que fue muy crítico de ella y que fue operador de dos candidatos que le provocaron sendas derrotas electorales. Detrás de la propuesta se alineó el Partido Justicialista y Sergio Massa, máximo referente del Frente Renovador, muy crítico de la ex presidenta, quien también fue su jefe de gabinete al suceder en el cargo al actual presidente y que precipitara la derrota de Cristina Fernández en las elecciones del 2013. De manera que el Frente de Todos está conformado por Unidad Ciudadana, el PJ, el Frente Renovador, a lo que se sumaron sindicatos, organizaciones sociales y gobernadores. El Presidente fue postulado por una persona que posee el mayor caudal electoral y que en opinión del postulado, con eso no alcanzaba para ganar, pero sin ella tampoco se podía. Alberto Fernández ofrecía su imagen de moderación para conquistar el voto del electorado indeciso, ese fluctuante que conforme a las circunstancias puede votar alternativamente por candidatos que representen posiciones antagónicas. Cristina Fernández que no se había caracterizado por sus cualidades estratégicas ni por gestos políticos de generosidad, realizó una jugada de notable inteligencia que produjo dos efectos notables: en el cortísimo plazo, logró la unidad de todo lo disperso en el universo peronista; y luego un triunfo arrasador en las PASO y uno importante aunque no por goleada, en las elecciones generales.
La diferencia no fue cuantitativa sino cualitativa: en la primera opción se dejaba a la oposición y los poderosos intereses económicos que representan, en un debilitamiento político que le hubiera llevado un tiempo indeterminado para volver a ocupar su espacio en el escenario. El segundo resultado los dejó en óptimas condiciones para trabar y sabotear todo intento de avance. En términos futbolísticos: un triunfo que en el primer tiempo fue por goleada terminó con una recuperación del adversario en el segundo tiempo que lo dejó en una posición expectante y con el ánimo alto.
La fórmula Fernández-Fernández permitía canalizar el profundo rechazo que en el electorado fluctuante produjo el gobierno de Mauricio Macri y la esperanza que en una fórmula finalmente ganadora implicaba un presidente moderado y una vicepresidenta que despierta enormes esperanzas en los sectores más populares de la población. Para los sectores fluctuantes y desilusionados del macrismo que no simpatizan con la ex presidente, alentaban la posibilidad que Alberto Fernández limitara o desactivara los intentos más radicalizados de Cristina Fernández. Estaban incluso los que imaginaban ingenuamente, la posibilidad que renunciara a la política activa y se remitiera a su papel de abuela.
Transcurridos 13 meses de su asunción, los chisporroteos entre los integrantes de la fórmula presidencial se han exteriorizado públicamente, con vetos explícitos de la vicepresidenta. El presidente se ha negado a conformar su propia corriente interna y carece de base orgánica propia. En cierta medida eso lo emparenta con Daniel Scioli, que fue postulado por el mismo dedo y carecía, más allá de los votos, de ser referente de una línea interna, no teniendo representantes en los ámbitos legislativos.
Téngase en cuenta que la Argentina cultiva una profunda fractura desde su nacimiento expresado en dos corrientes que postulan dos modelos frontalmente opuestos.
El fracaso del modelo que transitó la oposición actual como oficialismo hasta el 2019, se le adosó la pandemia lo que llevó el escenario económico a su mayor crisis.
El “Frente de Todos” recorre un camino con varios éxitos significativos desde una concepción defensiva en el campo social y sanitario, en donde evitó la implosión en ambos casos, y una moderación notoria con varios fracasos llamativos cuando intentó tomar medidas ofensivas.
A partir de esa situación, cabe la pregunta ¿es posible superar la crisis económica más profunda de toda la historia y la pandemia actual con moderación, evitando disgustarse con el poder económico, adoptando una actitud amistosa con los medios dominantes y las finanzas internacionales?
El periodista Eduardo Aliverti, el 16 mayo del 2020, concluyó su editorial con la afirmación: “No se puede seguir teniendo un millón de amigos”.
Recientemente, el politólogo Pablo Touzón en el mensuario “Le Monde Diplomatique” de diciembre del 2020 escribió: “La candidatura presidencial de Alberto Fernández se explica y sintetiza en buena medida en esta voluntad de superación del empate agónico argentino… El “Frente de Todos” se proponía como la estación intermedia de un viaje considerablemente más largo. En la campaña, la multiplicidad de viajes y encuentros con los referentes provinciales del peronismo de la “zona núcleo”- esencialmente Córdoba y Santa Fe, secesionados a partir del conflicto del campo del 2008-y la incorporación de Sergio Massa a la coalición hablaban de una voluntad de recuperar el viejo electorado de los años 2000. El del peronismo hegemónico antes que del peronismo de vanguardia”. En el mismo número, bajo el título “Las chances de la moderación”, su director José Natanson, periodista y escritor, expresó: “Cuando comprueban que ninguna funciona, las sociedades que prueban diferentes opciones pueden caer en la tentación de las opciones extremas. Los argentinos intentaron el kirchnerismo, después el macrismo y ahora este peronismo de centro: la alternativa puede ser un regreso al pasado reciente de la polarización y el conflicto pero también el salto desesperado a un futuro trágico”.
En Clarín del 24 de enero, Sabrina Ajmechet, Doctora en Historia (UBA), Profesora de Pensamiento Político Argentino en la misma Universidad escribió bajo el título “La oportunidad que desaprovecha Alberto”: “Alberto desaprovechó las oportunidades que le hubieran permitido sacarse el traje de operador y convertirse en el líder de su fuerza política. La promesa de gobierno moderado quedó en el 2019 y quien esté interesado en la política nacional no necesita tanto mirar al presidente como al Congreso. Los movimientos más importantes del gobierno durante el 2020 sucedieron allí, liderados por Cristina y Máximo, y no por la Casa Rosada. Decisiones como la de YPF, la arremetida antiexportadora, la propuesta de limitar las capacidades de la Corte Suprema con un tribunal intermedio y el intento de ir por una gran caja al plantear una reforma completa del sistema de salud muestran el liderazgo de Cristina y la radicalización de un gobierno que había prometido ser moderado”.
Con relación a cómo encarar la fractura que atraviesa a la sociedad desde sus orígenes, que nos permita acceder a la moderación como estrategia general y táctica en particular, el periodista Alfredo Zaiat escribió en Página 12 del 16 de enero: “Hasta ahora no ha habido una alianza política, social y económica que permita romper ese empate. Es una restricción evidente que debilita el desarrollo, revelando la fragilidad para definir una articulación efectiva y constructiva entre el Estado, los dueños del capital y el mundo del trabajo formal e informal, entendiendo la existencia de la lucha de clases como límite a esa eventual convivencia temporaria. Pero aquí, con las crisis recurrentes, ni aparece ese horizonte por ese empate hegemónico.
En forma esquemática, en las primeras dos décadas de este siglo, la forma de abordar ese vínculo entre los principales actores políticos, económicos y sociales se puede presentar en tres opciones:
1. Subordinación: el gobierno acepta las condiciones que imponen las corporaciones, ya sea por presiones o directamente ocupando algunos de sus miembros espacios clave del Estado, como sucedió durante cuatro años con la alianza macrismo-radicalismo.
2. Enfrentamiento: el gobierno disputa con las grupos económicos y financieros, locales e internacionales, las formas de implementar reglas de juego que permitan un crecimiento sostenido con inclusión social, estrategia elegida durante el ciclo kirchnerista, especialmente en los dos mandatos presidenciales de Cristina Fernández de Kirchner.
3. Consenso: el gobierno busca acuerdos con empresarios, sindicatos y organizaciones sociales para resolver políticas sectoriales y estructurales, con la aspiración de conseguir cooperación de los principales protagonistas tras el objetivo del bien común. Con suerte dispar, ese ha sido el sendero que en el primer año de gestión privilegió la administración de Alberto Fernández, incluso con una crisis devastadora por la pandemia.
La politóloga Paula Canelo escribió en el Destape bajo el título “Que nadie se enoje”: “Hoy, muchos de los dead ends o callejones sin salida en los que se interna el gobierno parecen ser, en gran parte, no sólo atribuibles a la herencia macrista o a la pandemia, sino autoprovocados por su sujeción a la máxima del “que nadie se enoje”. Aquella disposición a la construcción de acuerdos, a la no confrontación, que en el contexto de las elecciones de 2019 fueron valorados como indispensables para ganar, hoy se muestra cada vez más inviable para obtener resultados. La política es cambio, y cambió; pero el gobierno sigue aferrado a lo que era. Hay por lo menos tres factores que hacen inviable, hoy, la máxima del “que nadie se enoje” como guía para actuar y tomar decisiones. Primero, la demanda de reparación social potenciada por la gravísima herencia del macrismo, que es irresoluble sin asumir algún grado de confrontación. Segundo, la pandemia, que transformó a la política de una aproximación progresiva a los objetivos en obtención de resultados inmediatos; resultados imposibles de obtener sin que nadie se enoje. Tercero, la estrategia hardcore (por agresiva, rápida y potente) de la oposición de Juntos por el Cambio: no se puede renunciar al derecho de no tolerar a los intolerantes (como parece que alguna vez dijo Popper) para que nadie se enoje.
Cuando, frente a esos tres factores, se insiste con gobernar sin que nadie se enoje, se plantea una situación de profunda injusticia. Ganarán siempre los que tengan más poder para asustar con la amenaza de su enojo: los grandes empresarios, el lobby judicial, el campo organizado, etc. Y perderán siempre los que no pueden amenazar con enojarse: los estatales con paritarias de miseria, los que se desempeñan en actividades amenazadas por la dimensión y permanencia de la crisis, los trabajadores informales, etc. Y a no perder de vista que entre estos últimos, en general, tienden a estar “los propios”.
La máxima del “que nadie se enoje” ya generó unos cuantos fracasos en sólo un año de gestión….. De continuar por el camino actual, es altamente probable que quienes apoyaron en 2019 cifrando sus esperanzas en que el nuevo gobierno combinaría moderación política con decisiones favorables a las mayorías, se verán cada vez más frustrados.
El politólogo radical que vive en Portugal Andrés Malamud, profesor en la Universidad de Lisboa el 3 de enero publicó en Clarín una nota con el título ¿Se puede quebrar el empate argentino? “La dinámica de la grieta fortalece a los duros y centrifuga a los moderados. El columnista político promedio tiene dos peculiaridades: vive obsesionado con Cristina y nunca la ve venir. En su descargo hay que decir que a la oposición le pasa lo mismo. Y sí, a los peronistas también. Quizás el problema de los columnistas no sea entonces la falta de anticipación sino la obsesión. ¿Pero es posible entender la política argentina sin Cristina? Evitemos las vueltas: no. Y sin embargo, solo con ella tampoco. Si Cristina no existiera, Argentina seguiría teniendo tres características estables: una sociedad movilizada, una política bloqueada y una economía rota.
La economía rota no necesita presentación… La sociedad movilizada es una evidencia que nadie niega pero pocos comprenden… Finalmente, el bloqueo político, péndulo o empate fue diagnosticado hace medio siglo por sociólogos como Juan Carlos Portantiero, politólogos como Guillermo O’Donnell y economistas como Marcelo Diamand. Ellos identificaron a dos sectores sociales que, defendiendo proyectos contradictorios, tienen el poder de bloquear al otro pero no de imponer el propio. Y acá reside el problema, porque la política debería canalizar la movilización social hacia las soluciones económicas y, en cambio, el empate las obstruye.”
El sociólogo Eduardo Fidanza, fundador y director de la Consultora Poliarquía escribió en Perfil del 24 de enero bajo el título “Lo que se juega en el 2021, en una versión light de la fractura: “Estarán en juego dos visiones contrastantes sobre el patrón de desarrollo. De un lado la creencia en el Estado, como regulador e impulsor de la economía; del otro, la convicción de que la actividad privada debe ser liberada de restricciones para atraer negocios e inversiones. En el plano simbólico, también se dirimirá un clásico: si el relato debe organizarse en torno al pueblo o a la república. Nada menos que esto se decidirá en 2021. Si gana el Frente de Todos, prevalecerá el estatismo de base popular. Si triunfa la oposición, la economía privada y el ideal republicano recuperarán chances. En un caso, las clases más vulnerables renovarán contrato con el peronismo. En el otro, las clases medias y altas sentirán que se afloja el yugo.”
La presente nota no pretende cerrar un debate sino abrirlo. En política el timing es fundamental como el ocupar siempre el centro del escenario tomando la iniciativa. Un líder político es como un ajedrecista: no sólo tiene in mente la próxima jugada sino las tres o cuatro siguientes conforme a cada una de las respuestas probables de su adversario. Pero además tiene que tener en vista que la política como afirma Foucault es “la disputa por el sentido de la sociedad”. Y en la Argentina esa disputa se expresa en la confrontación de dos modelos cuyo empate permanente con períodos cortos o medianos de supremacía de uno sobre otro impide que lo viejo muera y que lo nuevo nazca.
El modelo que gobernó el país representando a los poderes económicos puede tener en ocasiones un lenguaje contemporizador pero hechos brutales y salvajes que van, para ejemplificar, desde el bombardeo a Plaza de Mayo, a fusilamientos clandestinos; imponer la proscripción de Perón, sembrar el territorio nacional de campos de concentración y crear la infame figura del desaparecido. El modelo nacional y popular puede llegar a tener un lenguaje belicoso y tremendista: “Al enemigo ni justicia”, “Por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de los de ellos”, “Uds. que piden leña, porque no empiezan a darla”, “Vamos por todo”, pero la historia demuestra, que más allá de la irritación y temor en los adversarios, nunca se concretaron.
Desde la oposición, la bandera de la moderación en que debería quedarse el gobierno es el mejor reaseguro para que sus intereses no se vean afectados. Lo critican porque no es lo suficientemente moderado. Centran el peligro en la vicepresidente, a la que presentan como una especie de Rosa Luxemburgo de la Argentina. Otros como Jorge Fernández Díaz ironizan calificándola de “La Pasionaria del Calafate”. Cuando vivía Néstor Kirchner y Cristina era presidenta, el periodista Alfredo Leuco, extremadamente dócil con sus empleadores, sobreactuando siempre la línea editorial contratante, afirmaba que “era el jefe de la jefa de Estado”. Actualmente el periodista Nelson Castro, audaz médico a distancia, califica a la vicepresidenta como “la ex presidenta en funciones”. La adjetivación no permite la interpretación sino que la obstaculiza. Cristina Fernández es un gran cuadro político, que supera largamente la mediocridad media nacional e internacional, excelente oradora, con limitaciones en cuanto a ser gran estratega y deficitaria seleccionadora de colaboradores. Representa el sector mayoritario y radicalizado en términos burgueses, del Frente Amplio Peronista. Como el peronismo histórico, intenta concretar un desarrollo capitalista, desarrollo industrial, redistribución de ingresos, fuerte presencia del Estado, política exterior independiente. El poder económico que ha ganado mucho tanto con el peronismo como el kirchnerismo debiendo aceptar ciertas limitaciones al ejercicio irrestricto del derecho de propiedad, es tan ciego que sólo advierte lo que pierde y se ha opuesto visceralmente a lo que lo favorece; y contrariamente apoya a políticas que conducen inevitablemente a muchos de ellos a quebrantos o cierres. Son tan ciegos que optan inevitablemente por votar a la soga que los ahorcará.
El presidente Alberto Fernández se ha autodefinido como socialdemócrata, “más hijo de la cultura hippie que de las veinte verdades peronistas”.
Será conveniente aclarar, por si quedan dudas, que gobernar en una crisis profunda un país históricamente fracturado no se hace enarbolando amor, paz y flores. Más bien es conveniente recordar algunas de las 20 verdades peronistas: “La verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo. O aquella otra: “Queremos una Argentina socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana” O “Constituimos un gobierno centralizado, un Estado organizado y un pueblo libre”.
El presidente ha declarado que “Hay gente en el Frente de Todos que sueña con una revolución. No es mi idea. Mucho menos con un 40% de la sociedad que no está dispuesta a votarnos.”
He votado al actual gobierno y lo seguiré votando porque llevo más de cinco décadas y un lustro optando por los gobiernos populares, que más allá de sus limitaciones y claudicaciones, supera infinitamente a las alternativas posibles de acceder al gobierno. Ya en los años del primer peronismo, sectores de clase media se opusieron a Perón por considerar que era fascista y muchos de sus hijos, décadas después, lo apoyaron considerando que era socialista. El drama de las apreciaciones alejadas de la realidad y los deseos de quienes las enarbolaban es que Perón no era ni fascista ni socialista. Intentaba protagonizar la versión argentina de la revolución francesa en nombre y reemplazo de una burguesía nacional pequeña y la más de las veces miserable.
Dentro de las limitaciones actuales está no tener el coraje de adoptar las medidas capitalistas, de un nacionalismo popular, que provea los inmensos recursos que hoy se carecen. Y esas medidas no son una revolución socialista sino una profundización del peronismo.
Es importante señalar que el peronismo ha sido siempre frentista, pero ha sido invariablemente el socio inmensamente mayoritario que terminó por absorber o disgregar a sus pequeños aliados desde el PI, el conservadorismo, la democracia cristiana, la UCEDE, o una fracción del radicalismo como fue el caso Cobos. Es la primera vez en que esa circunstancia no se da y el sello peronismo es minoritario.
También es importante no comprarse una versión Billiken de la historia del campo nacional y popular, tal como el kirchnerismo la ha configurado en relación a la década del setenta; y ahora, más allá de los objetivos patrióticos de la ex presidente, soslayar las preocupaciones judiciales de la vicepresidenta, fundamentalmente porque algunas de esas causas implican a sus hijos. De igual forma que las permanentes contradicciones del Presidente, se explican, entre otras causas, por su debilidad dentro de una coalición en donde arbitra intereses cruzados internos y externos.
Desde la vereda del campo nacional y popular, es preciso señalar los errores y la preocupación de lo que no se hace en tiempo real, porque mañana puede ser nuevamente tarde para lágrimas. Para hacer lo contrario están los chupamedias y alcahuetes. Y porque como decía el poeta, dramaturgo británico-estadounidense Thomas Stearns Eliot: “El tiempo pasado y el futuro están ambos contenidos en el presente”.
También lo reflejó un hombre que muchas veces avizoró con precisión el futuro como George Orwell cuando escribió: “Quien controla el pasado controla el futuro: quien controla el presente controla el pasado». Y para concluir con una sonrisa más allá de lo grave de la situación, una de las tantas humoradas de Woody Allen: “Me interesa el futuro, porque ahí viviré el resto de mi vida”.