Hugo Chávez
Por: Inti Acevedo para la Revista Orsai
Llevo la mitad de mi vida con Chávez en la sopa. Desde el cuatro de febrero de 1992; más de veinte años. Nuestra relación comenzó el martes aquel del Golpe de Estado, en una época en la que la televisión era nuestro Twitter.
Millones de venezolanos mirábamos a estos militares chiflados en vivo y en directo por la televisión. Fue un día bastante familiar, de esos donde los padres, los hermanos y los primos éramos atraídos por la única pantalla del hogar, el viejo altar de cinco canales que mantenía unida a la sociedad. En esa época —antes de internet, del iPhone o de Lost—, el televisor permitía unir a todo un país frente a una única realidad. El mundo estaba sincronizado y la realidad no venía tan segmentada, a lo sumo había cinco realidades.
Aquel día cálido, sin estación, el clima aburrido de Venezuela hacía lo de siempre: le quitaba poesía a cualquier intento de crear una épica propia. Ese día la única realidad era el alzamiento militar. No había nada más: la ejemplar democracia venezolana estaba siendo atacada.
Era el nacimiento de Hugo Chávez como leyenda, en vivo y en directo, sin pausas comerciales.
Todos los canales de televisión eran Hugo Chávez y, como un vaticinio, esa comunión entre Chávez y la tele nos marcaría por muchos años. Estábamos viendo una corta precuela de «La Historia», pero no teníamos la menor idea.
El día típico de un estudiante universitario en la Venezuela de principios de los noventa consistía en tirar piedras contra el presidente Carlos Andrés Pérez durante las protestas de la mañana, después le seguía un almuerzo rápido de empanadas o una visita fugaz al comedor universitario —pagado por el petróleo— que costaba veinticinco centavos de dólar por comida (hoy es gratis: triunfo de la revolución).
Más tarde estudiar un poco, besar a nuestras novias, programar en Pascal, regresar a casa en el transporte gratuito —pagado por el petróleo—, saludar a los padres, buscar el casete de Nirvana y torturar a los vecinos con Smells Like Teen Spirit. Así transcurría nuestra vida cotidiana hasta el día del golpe fallido, el día de la interrupción.
Desde allí la historia sufrió una bifurcación peligrosa y lo que podría haber sido no fue jamás. Ni para Venezuela, ni para muchos países que nos acompañan en el viaje.
Veintiún años después recordamos ese día y nos preguntamos si la frase con la que los venezolanos y el mundo conocieron a Chávez, también será usada de epitafio por la Historia: «Compañeros, lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados».
Redacto estas líneas a finales de febrero de 2013. Han pasado más de seis semanas desde que Hugo Chávez no pudo juramentarse como presidente debido a una terrible enfermedad. Para esta fecha poco sabemos sobre su estado de salud. Los opositores más radicales lo siguen dando por muerto; otros piensan que regresó para morir en Venezuela; sus seguidores, en cambio, se aferran a una última esperanza.
Aunque a mediados de febrero difundieron las imágenes que lo muestran sonriente junto a dos de sus hijas en un hospital de La Habana y aunque ya esté de regreso en Caracas, amigos y enemigos concuerdan en algo: ya es hora de que el misterio desaparezca y conozcamos la verdad.
Chávez en el Volkswagen
Chavez y el Volkswagen
La segunda vez que vi a Chávez no había un televisor de por medio. Luego de permanecer preso por dos años esperando juicio, Hugo Chávez fue liberado por el presidente Rafael Caldera (un demócrata cristiano) el veintisiete de marzo de 1994 para garantizar el apoyo de sectores de izquierda y mantener la gobernabilidad del país.
Pero la verdad, o lo que no dicen los libros, es que fue liberado porque nadie daba nada por su futuro. Sus ideas y estrategia eran una mezcla exótica y tropical: militarismo, bolivarianismo, centro izquierda, izquierda supraultrarradical, moralismo, derechismo, egocentrismo. Imaginen una pintura de Frida Kahlo pero pintada por Chávez, un autorretrato vestido de Simón Bolívar con el corazón en forma de Venezuela y la mirada solemne de alguien que viviría por siempre.
Eso era Chávez en aquel momento, un teniente coronel rebelde exótico.
No recuerdo en qué mes ocurrió, pero conocí a Chávez en persona en algún momento a finales de 1995. Ese encuentro fortuito me ha ayudado siempre a mantener alejada de mi mente la leyenda del comandante que camina a dos centímetros por arriba del suelo. En la plaza del rectorado de mi universidad había un predicador con un público de cinco personas.
Yo me dirigía a estudiar, en la biblioteca, algo de sistemas operativos. Caminaba rápido, como lo hacen los estudiantes cuando creen que el futuro es más importante que el presente, y miré de reojo a la figura que se encontraba de pie sobre los bancos de concreto de la plaza.
Me pareció alguien conocido, algún vecino, algún amigo, algún loco tipo «la piazza è mia», algún hermano de un compañero de clases. Esto es algo indiscutible que tiene Chávez: es alguien familiar, es un venezolano más, podría ser tu tío chistoso que cuenta historias los viernes en la noche mientras tomas cerveza, o podría ser esa persona simpática que se encuentra a tu lado en un juego de béisbol y tiene la suerte de atrapar un home run.
Una de las máximas ventajas políticas de Chávez, es que el señor-comandante-presidente-popstar podría ser tu primo, tu tío o tu vecino, o tú mismo.
De pronto lo reconozco, veo un Volkswagen estacionado más allá que será usado en el futuro en mil discursos, como elemento decorativo o de utilería. A medida que voy caminando las palabras de Hugo Chávez comienzan a estrenarse en mis neuronas.
Esas palabras que escucho son algo nuevo, no han pasado veinte años y noventa días ininterrumpidos de discurso. Es la primera vez que lo oigo. Un Chávez solitario, flamante, con un público de seis personas, habla de abstención, dice que no hay que votar nunca más por nadie en este sistema injusto que no permite que alguien que represente al pueblo pueda ganar.
En la panadería de la esquina, dos amigos de Chávez toman una Frescolita y nos miran —a nosotros, a los seis que escuchamos— como quien ha visto repetir la cháchara cien veces. No hay nada épico en el momento. Yo estoy algo aburrido, apurado. Pienso que Chávez tiene razón en lo que dice. Pienso que el bipartidismo en general, y los adecos y copeyanos en particular, son la peor cosa que existe sobre la faz de la tierra. Pienso en el profesor de sistemas operativos que me va a raspar mañana. Pienso que Bolívar fue un gran hombre, que es el camino a seguir. Pienso en el suicidio de Kurt Cobain ocurrido una semana después de que Chávez fuera liberado.
Mi mente se llena con los mil pensamientos erráticos de un joven que no puede mantener el foco cuando la Historia lo golpea de frente.
—Tú, el del pelo largo, ¿qué piensas de cómo está Venezuela?
Con esas palabras, Chávez me saca del Nirvana.
—Venezuela está muy mal —le respondo—, necesita de un gran cambio. Lo único, y se lo digo con mucho respeto, es que no creo que los militares y un golpe de Estado sean la solución.
Mis cinco compañeros de mitin no se inmutan, les parece una respuesta normal, sencilla y válida. En la Venezuela de 1995 se podían decir cosas así y no pasaba nada. Hoy en día igual se pueden decir, igual es probable que no pase nada, pero nos lo pensamos dos veces antes de decirlo, y cinco o seis veces antes de decírselo a Chávez a la cara.
—Eso me gusta de la juventud, la rebeldía —dice él, y su respuesta a mi respuesta dura unos tres minutos, es tranquila, pausada, directa, algo torpe e increíblemente corta.
Este Chávez es infinitamente más humilde que el megalómano que vamos a conocer durante los próximos veinte años. En ese momento mi angustia por no haber estudiado es mayor que mi capacidad de comprender la Historia. Me despido, le doy la mano y le digo lo que siempre digo:
—¡Suerte!
De haber tenido algo más de tiempo probablemente le habría invitado unas cervezas. Al final salí bien en el examen de sistemas operativos, pero qué extraño es todo: podemos estar protagonizando una escena digna de una película, podemos estar construyendo un momento sublime de nuestra propia biografía, podríamos incluso estar haciendo algo que modifique la historia de un país, de una ciudad o de nuestro propio pueblo, y lo más seguro es que ni cuenta nos demos.
Así transcurre generalmente la vida: la Historia viene, nos toca y todo continúa. Yo creo que esto ocurre porque no tenemos banda sonora. Y no lo digo solo por el encuentro fortuito con un futuro presidente. Lo digo también por aquella vez que compré un disco de una desconocida banda llamada Nirvana sin saber lo que esa música iba a significar para toda una generación.
Lo digo por aquel día de 2004 en que abrí mi primer blog y por la semana de 1996 cuando comencé a trabajar en uno de los primeros proveedores de acceso a internet de Venezuela. Y por aquel día que mi hermana le dijo que no a ese pretendiente que a la postre llegaría a ser el vicepresidente del país.
La vida está tan llena de ocasiones, de bifurcaciones, de momentos históricos, que los pasamos de largo sin fijarnos en sus detalles, para volver años después sobre ellos, en nuestros recuerdos y nostalgias, para descubrir que nuestro caminar por el mundo pudo ser otro.
Luego de aquello, los hechos ocurrieron con la velocidad que dura un parpadeo, o el aleteo de una mariposa en un campo de China.
Chávez dejó el discurso abstencionista y se convirtió en candidato, luego en presidente, reformó la Constitución con una asamblea constituyente, fue candidato a presidente otra vez, luego presidente, luego presidente destituido por un golpe de Estado, luego presidente restituido por los militares y el pueblo, luego candidato a presidente otra vez, presidente nuevamente, candidato a presidente de nuevo y… cuando le tocaba asumir nuevamente la presidencia de Venezuela, el diez de enero de 2013, no se presentó.
Hugo Chávez, el predicador del Volkswagen, estaba enfermo.
En junio de 2011 Chávez fue operado en dos oportunidades en Cuba. Desde el inicio de la enfermedad la información oficial ha sido prácticamente inexistente y se ha tratado el cáncer del presidente como un secreto de Estado.
El treinta de junio de ese mismo año, en una cadena de televisión desde La Habana, un Chávez demacrado, delgado y melancólico reconoció que había sido operado satisfactoriamente de un tumor cancerígeno, y que pronto comenzaría el tratamiento correspondiente. No se indicó qué tipo de cáncer padecía, y no hubo un informe médico concreto sobre su enfermedad.
Se desconocía quiénes eran sus médicos, o si presentaba alguna complicación. Desde ese momento la dinámica política de Venezuela se estremeció por completo. De pronto, una revolución que se pensaba infinita en el tiempo se vio disminuida por algo tan poderoso e inevitable como la posibilidad de la muerte.
Después del cáncer
Fue tan duro el golpe de realidad tras el anuncio de su enfermedad que una de las consignas preferidas de Chávez —¡Patria, socialismo o muerte, venceremos!— fue cambiada por ¡Viviremos y venceremos!
Esta modificación reflejó muchas cosas: el miedo a la muerte cuando le vemos el rostro cerca, la ideología que se acomoda y moldea dependiendo del momento, la capacidad tan grande que se tiene en Venezuela para olvidar algo y cambiar. Al final ya no importaba tanto la Patria ni el Socialismo, lo que importaba ahora era vivir y vencer.
Chávez regresa triunfal de Cuba, comienza su tratamiento de quimioterapia y utiliza su enfermedad con fines políticos. Visita iglesias, va a misa, le pide a Dios más tiempo. Su popularidad se dispara. Meses después asegura que se ha curado, va a elecciones y participa en la campaña de forma irregular, sin el entusiasmo y la energía de siempre.
Su contrincante, Henrique Capriles, realiza una campaña electoral frenética recorriendo toda Venezuela. Se empieza a notar un gran entusiasmo en los sectores opositores por la posibilidad de un cambio. Como el mismo Chávez lo indica, «ese muchachito nos dio un susto y nos hizo movernos y responder».
El presidente tiene entonces que aparecer más veces en público, comenzar a visitar más ciudades y pueblos. Capriles va subiendo en las encuestas. Al parecer el uso indiscriminado de los recursos del Estado no es suficiente para ganar. Chávez decide participar de forma más activa en su camino a la reelección.
En lo que sin duda es una gran irresponsabilidad personal, Hugo Chávez Frías coloca la política —y la necesidad de preservar el poder— por encima de su propia salud. Nadie de su entorno más cercano evita que el presidente realice una campaña electoral realmente suicida.
Chávez, finalmente, gana. El siete de octubre de 2012, con el cincuenta y cuatro por ciento de los votos, es elegido una vez más presidente de Venezuela. Pero el costo ha sido alto: su enfermedad se agrava, desaparece semanas de la televisión y de los actos oficiales.
La enfermedad de Chávez intensifica la división política. De un lado se agrupan quienes se refugian en la oración y organizan rituales religiosos para pedir por la salud del líder. Del otro, quienes de pronto se sienten inmensamente felices y desean que Chávez sufra y muera de la peor forma posible.
Por supuesto, también hay personas moderadas que apoyan a Chávez y quieren que se mejore sin participar de tanto ritual, gente que no apoya a Chávez y quiere que se mejore, gente a la que no le importa si se mejora o no.
Hay de todo. Incluso están aquellos opositores que dudan y piensan que la enfermedad de Chávez es un montaje, una simple mentira, una conspiración para relanzar su popularidad, o para que su vicepresidente tome ciertas medidas económicas difíciles.
Paradójicamente, los que ayer dudaban de que Chávez estuviera realmente enfermo, hoy aseguran que nuestro presidente murió el treinta y uno de diciembre de 2012. Y es que todo ha sido un rumor permanente. Los comunicados del Gobierno sobre la salud de Chávez apelan a palabras rebuscadas para indicar que el paciente se encuentra estacionario, dedican un párrafo a lugares comunes para luego soltar propaganda ideológica y política.
La poca información que alimenta nuestro inconsciente colectivo viene de «rumorólogos» profesionales en Twitter. Nada es concreto. Nada se sabe.
La despedida será televisada
El ocho de diciembre de 2012 en la noche, Chávez anuncia en cadena nacional de radio y televisión que debe someterse a una nueva operación en Cuba. La puesta en escena no es la normal: hay algo lúgubre y distante en el tono de voz del presidente.
A su lado se encuentran dos de los posibles sucesores de Chávez, Nicolás Maduro (el civil) y Diosdado Cabello (el militar). De pronto la cadena da un vuelco, y aquel que pensábamos que gobernaría Venezuela por los siglos de los siglos nos sorprende señalando quién debía ser su sucesor en caso de una falta permanente, o en caso de que la operación no fuera exitosa.
El vicepresidente Nicolás Maduro es ungido entonces por Chávez para encabezar una posible sucesión. Si alguna vez han sentido el silencio de un hormiguero que se sincroniza, escucharon un diez por ciento de lo que ocurrió aquella noche en nuestro país. Durante cinco minutos Venezuela, toda Venezuela, permaneció en silencio. Lo único que se escuchó luego fueron las teclas de un Twitter colectivo que estaba a punto de explotar.
Chávez ha sido un líder absoluto, nunca ha permitido que nadie dentro de su propio partido le hiciera sombra. Si alguien, por la razón que fuera, destacaba, era apartado o execrado o destituido o traicionado. Chávez no tenía necesidad de sucesor. El único sucesor posible de Chávez era Chávez.
Y así fue hasta ese día, la última vez que se vio al presidente por la televisión. No era un silencio gratuito, era la interrupción de catorce años de gobierno, catorce años de presencia permanente en la mente de los venezolanos, catorce años de sueños, promesas, regaños, delirios, buenas y malas intenciones, catorce años de una épica que nunca fue, catorce años de arreglar Venezuela, catorce años de destruir Venezuela, catorce años de representar las ilusiones de los más desposeídos, catorce años de ruido y odio y presos políticos.
Catorce, catorce, catorce.
Esa fue, hasta que escribo esto, la última vez que apareció en televisión. Desde entonces no hemos vuelto a escucharlo, solo hemos visto unas pocas fotografías leyendo un periódico de ayer. Un ensordecedor silencio.
Comunicados oficiales que no dicen nada. Gente en todas las esquinas de Venezuela convertidos en analistas políticos, en oncólogos, en primos de un militar que vio a Chávez sonreír la otra noche, periódicos de España que aseguran verlo intubado y lo sacan en portada para después arrepentirse, sesiones de gritos e insultos entre diputados del gobierno y de la oposición.
La discusión nacional antes de entrar al cine, o la sobremesa, o las noches en Twitter, todo gira alrededor de nuestro gran líder interplanetario Hugo Chávez, su enfermedad y su ausencia.
La ausencia
En los últimos días de enero, la final del campeonato de béisbol entre los Cardenales de Lara y los Navegantes del Magallanes por fin nos entrega un nuevo tema para charlar. Sin duda que extrañamos a Chávez y sus interrupciones. Pero el proceso de la despedida ha sido tan lento que la gente ha terminado por aburrirse.
Los que estaban tristes están aburridos de estar tristes, los que estaban eufóricos y alegres están cansados de estar eufóricos y alegres. Hasta los pragmáticos están cansados de ser pragmáticos: quieren llorar o reír. Dos meses después de la partida del presidente, estamos hastiados.
El manejo político, poco transparente y exageradamente calculado de la enfermedad de Chávez ha terminado por diluir los sentimientos del pueblo venezolano. ¿Será esta una estrategia del gobierno o una simple consecuencia? ¿Quieren intentar una manipulación de sentimientos a gran escala con la ayuda de los dinosaurios que gobiernan Cuba?
El treinta y uno de diciembre, el alto gobierno de Venezuela suspendía todas las fiestas públicas de fin de año por un extraño duelo antes del duelo, para luego, el diez de enero —día que le tocaba a Chávez juramentarse para un nuevo periodo presidencial— inventar una fiesta bien poco solemne con animadores de televisión, una miss mundo, algunos presidentes e invitados internacionales, pero sin Hugo Chávez.
Nicolás Maduro se autojuramenta para ser otra vez un presidente vicepresidente porque el presidente, aunque ausente, seguirá siendo Chávez. Este trabalenguas es refrendado por el Tribunal Supremo de Justicia.
La locura de estirar al extremo nuestra Constitución para que Chávez, sin juramentarse, siga siendo presidente y de este modo poder otorgarle continuidad a un gobierno que finaliza ese día.
Más allá de todo esto, que por supuesto es muy importante en lo político y para el futuro de Venezuela, el hecho de organizar una fiesta por el comienzo de un nuevo periodo presidencial sin la presencia de Chávez confunde a cualquiera.
¿Están celebrando que no está? ¿Ya olvidaron que hace diez días todo era un silencio respetuoso, un fin de año de un luto muy poco explicado, para venir luego y armar ese carnaval de euforia, al cual su protagonista no puede asistir por estar profundamente enfermo? ¿Es el lanzamiento de la candidatura de Nicolas Maduro a la presidencia?
Sin estaciones
Sin dudas, Chávez será recordado por mucho tiempo. Su influencia se apagará lentamente, su enorme soberbia y arrogancia tendrá imitadores en los dirigentes de su propio partido, pero difícilmente podrán copiar su carisma y capacidad de comunicar. Venezuela seguirá interrumpida, en un «por ahora» eterno.
No será sencillo olvidar tanto odio y encontrar el camino para la reconciliación nacional. Oportunidades seguro tendremos.
Venezuela es un país profundamente dividido en lo político: los que apoyan o se oponen a Chávez tienden a odiarse y pelear todo el tiempo. Hay familias que se han desintegrado, amigos que no se hablan, compañeros enfrentados, hay de todo. Lo que nos salva de no estar matándonos unos a otros es el carácter tropical que tenemos.
Muchas de estas disputas tienen un punto final, un reseteo fugaz, los viernes por la noche, en el fondo de una botella de cerveza, o en el último partido del gran unificador nacional que ha sido nuestro equipo de fútbol.
En un país donde nos volvemos locos por el béisbol, la Vinotinto nos ha permitido soñar en que podemos ser buenos con un bate y una pelota, y que al mismo tiempo podemos marcarle goles a Brasil y a Argentina. Una especie de autoengaño colectivo nos permite soñar con que Venezuela participará en un Mundial de fútbol algún día, y esa simple ilusión nos hace olvidar, a ratos, el odio político y la violencia de la delincuencia y la falta de oportunidades y las casas no construidas y las construidas. Las promesas rotas y las cumplidas.
Esa ilusión flamante por el fútbol, esa catarsis de la cerveza y el ron y los dólares subsidiados nos han hecho el camino más suave. Y nuestra mayor virtud se convierte también en nuestro peor defecto. Esa despreocupación eterna por el paso del tiempo, ese consumismo, ese humor ameno, esa solidaridad automática, esa felicidad que nadie nos quita es nuestro mayor activo y nuestra peor maldición. Nos mantiene como el clima: los venezolanos no tenemos primavera, ni verano, ni otoño, ni invierno.
No tenemos esas cuatro estaciones en nuestra mente. Aunque estemos siempre bien jodidos, nunca llegará el invierno a nuestro corazón.
Si algo nos va a enseñar Chávez al final de todo, es que la vida es una sola, que no somos para siempre, que no importa ni el poder, ni el dinero, ni las glorias políticas. Nuestro tiempo es limitado, somos un parpadeo, no hay vuelta atrás. El mundo sigue, el país sigue, la gente sigue y todo se adapta a la ausencia.
Sin dudas, Chávez será recordado por mucho tiempo. Su influencia se apagará lentamente, su enorme soberbia y arrogancia tendrá imitadores en los dirigentes de su propio partido, pero difícilmente podrán copiar su carisma y capacidad de comunicar. Venezuela seguirá interrumpida, en un «por ahora» eterno.
No será sencillo olvidar tanto odio y encontrar el camino para la reconciliación nacional. Oportunidades seguro tendremos.
Venezuela es un país profundamente dividido en lo político: los que apoyan o se oponen a Chávez tienden a odiarse y pelear todo el tiempo. Hay familias que se han desintegrado, amigos que no se hablan, compañeros enfrentados, hay de todo. Lo que nos salva de no estar matándonos unos a otros es el carácter tropical que tenemos.
Muchas de estas disputas tienen un punto final, un reseteo fugaz, los viernes por la noche, en el fondo de una botella de cerveza, o en el último partido del gran unificador nacional que ha sido nuestro equipo de fútbol.